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El camino a la asertividad

La palabra asertivo, de aserto, proviene del latín assertus y quiere decir “afirmación de la certeza de una cosa”, de ahi se puede deducir que una persona asertiva es aquella que afirma con certeza y seguridad en lo que dice. La asertividad en términos generales, es un modelo de relación interpersonal que consiste en conocer los propios derechos y defenderlos, respetando a los demás; por supuesto, su premisa fundamental es que toda persona, tú, ella, ellos o yo, poseemos derechos básicos.

Como estrategia y estilo de comunicación, la asertividad se diferencia y se sitúa en un punto intermedio entre otras dos conductas polares: la agresividad y la pasividad. Suele definirse como un comportamiento comunicacional maduro en el cual la persona no agrede ni se somete a la voluntad de otras personas, sino que manifiesta sus convicciones y defiende sus derechos. Es también una forma de expresión consciente, congruente, clara, directa y equilibrada, cuya finalidad es comunicar nuestras ideas y sentimientos o defender nuestros legítimos derechos sin la intención de herir o perjudicar, actuando desde un estado interior de autoconfianza, en lugar de la emocionalidad limitante típica de la ansiedad, la culpa o la rabia.

En torno a este tema se suele hablar de unos “Derechos asertivos”, que son precisamente los principios a los que tenemos derecho al entrar en contacto con las y los demás; finalmente ser asertivo es tener la capacidad para expresar o transmitir lo que se quiere, lo que se piensa o se siente sin incomodar o herir los sentimientos de la otra persona, y estoy principios surgen de esa consideración:

1. Derecho a ser tratado con respeto y dignidad.

2. Derecho a tener y expresar los propios sentimientos y opiniones.

3. Derecho a ser escuchado y tomado en serio.

4. Derecho a juzgar mis necesidades, establecer mis prioridades y tomar mis propias decisiones.

5. Derecho a decir “no” sin sentir culpa.
 
6. Derecho a pedir lo que quiero, dándome cuenta de que también mi interlocutor tiene derecho a decir “no”.

7. Derecho de opinión, idea o línea de acción.

8. Derecho a cometer errores.

9. Derecho a pedir información y ser informado.

10. Derecho a obtener aquello por lo que pagué.

11. Derecho a ser independiente.

12. Derecho a decidir qué hacer con mis problemas, cuerpo, tiempo, etc., mientras no se violen los derechos de otras personas.

13. Derecho a tener éxito.

14. Derecho a gozar y disfrutar.

15. Derecho a mi descanso y aislamiento.

16. Derecho a superarme, aun superando a los demás.

Aprender a desarrollar una comunicación asertiva es imprescindible para desarrollar relaciones sanas con los demás y de las que podamos recibir estímulos que nos ayuden a ser mejores con los demás y sobre todo, con nosotros mismos. Así que la asertividad en un sentido práctico no es otra cosa que el hacernos valer y respetar, decir lo que pensamos y opinamos sin temor a las represalias, eso si, haciéndolo siempre con elegancia y desde una posición de respeto máxima. Frecuentemente cuando evitamos decir lo que pensamos, lo hacemos porque queremos eludir el conflicto que la comunicación honesta podría ocasionar; pero al final del día, no haber sido asertivos causa un malestar mayor que el que hubiéramos afrontado con el conflicto que nos preferimos ahorrar.

Es imprescindible considerar que la asertividad no es un conjunto de estrategias para eludir los conflictos; pensar esto implicaría en primera instancia que la conducta asertiva es una conducta de evasión, cuando en realidad lo es de afrontamiento, y también que los conflictos son indeseables, cuando es precisamente mediante ellos como obtenemos oportunidades para evolucionar y estrechamos nuestros vínculos con los demás. La asertividad es el medio para lograr crecimiento a partir de los conflictos.

Ser asertivo se basa en coger lo que es tuyo. La típica escena que refleja muy bien la asertividad es cuando por ejemplo, pedimos una Coca – Cola y el camarero nos trae una Pepsi, nosotros por vergüenza y falta de asertividad decimos: “no pasa nada” y nos bebemos nuestra Pepsi para no molestar al camarero. La parte totalmente desproporcionada y contraria a esta escena sería que esa misma persona en vez de pedir educadamente que le traigan la Coca – Cola que ha pedido, empiece a gritar e insultar al camarero. En medio de ambas reacciones está la respuesta asertiva: “no pasa nada caballero, por favor llevese esta Pepsi y traigame la Coca – Cola; gracias”.

Ser asertivo no es ser maleducado y mucho menos agresivo, pero tampoco se trata de solicitar lo que necesitamos con mil excusas de pormedio y pidiendo perdón ante la ineludible necesidad de solicitar lo que queremos. Por eso, para practicar la asertividad debemos ser muy precisos pero elegantes al hablar, dándole importancia a nuestras necesidades, pero sin dejar de expresar respeto por nuestro interlocutor. Una persona asertiva no duda de lo que dice, dado que se comunica con certeza. La comunicación asertiva se basa en transmitir de forma clara, concisa, rápida y con contundencia lo que queremos, dándole mayor posibilidad a nuestro mensaje de ser entendido y aceptado.

De lo anterior se entiende que antes de expresarte de manera clara, necesitas saber con claridad qué es lo que quieres expresar y cómo vas a presentarte en el momento en el que te expresas. De ser posible, antes de ser asertivo, date un instante de honestidad contigo mismo o contigo misma: ¿qué es lo que necesitas?, ¿qué esperas que la otra persona haga para solucionarlo?, ¿Qué concepto  quieres que tu interlocutor tenga de ti mientras habla contigo? Si tu tienes para ti esta claridad, vas a poder proyectarla a la persona con la que hables, él o ella en mucho, va a responder a tu propia expectativa de la solicitud que le harás: si tu crees que accederá, tu manera de comunicarte será una, y distinta a la que tendrás si piensas que te dará una negativa, serás quizá más abierto o abierta, hablarás de manera más fluída o con mayor desenfado, lo que facilitará la empatía de tu interlocutor haca ti y su consiguiente disponibilidad.

Así que, si sientes que te van a decir que no o que saldrás perdiendo en la negociación, antes de pensar cómo le venderás la idea a esa persona, piensa en cómo te la venderás a ti mismo o a ti misma, y por qué razón mereces satisfacer esta necesidad que tu tienes. Por principio de cuentas, si piensas que recibirás un “no”, le predispondrás a negarse ante lo que sea que le estés pidiendo.

Otro ejemplo de comunicación no asertiva sucede cuando el camarero nos pregunta “¿que desea?”, y le respondemos “pues verás, no lo tengo del todo decidido; por una parte, verás, lo que yo quiero exactamente y espero que puedan traérmelo es algo que me quite la sed, ya sabes, tal vez una Coca – Cola, ¿me entiendes lo que quiero?”. Este mensaje kilométrico se entiende: lo que queremos es una Coca – Cola, pero para pedirla nos hemos tardamos casi cinco minutos;  además le hemos dado tantas vueltas a la pregunta, que es probable que el camarero se haya retirado confundido y al rato regrese trayéndonos una Pepsi.

La sencillez es elegante: “quiero una Coca – Cola, por favor”.  Esta afirmación es asertiva y no deja un lugar a la confusión.

El ejemplo del camarero y la Coca – Cola es muy elemental, pero el mismo principio se extiende a incontables ámbitos de la vida; por ejemplo, el estudiante que necesita pedirle a su  profesor que le permita entregar el trabajo más tarde que el resto de sus compañeros. En esta situación, una comunicación no asertiva hará que el profesor deseche la solicitud.

Una forma de abordar al profesor es: Disculpe profesor. Verá, no sé si podré presentar el trabajo que pidió, tengo muchas cosas que hacer y no se si me va a dar tiempo; puedo intentarlo si quiere,  pero la verdad creo que no puedo porque va a estar bien difícil,  por eso le pido que por favor, si no le es mucha molestia, me haría el favor, por favor, de entregarlo un poquito más tarde.

Otra manera es ésta: Hola profesor, no me es posible entregar el trabajo a tiempo. El motivo es que tengo 2 trabajos de historia también para mañana, y en la tarde tengo una cita con el médico que también me quitará mucho tiempo. Por eso, le pido que me deje presentarle este trabajo puntualmente el próximo jueves.

¿Cuál es la manera en que te gustaría que alguien te pidiera algo importante? En la primera opción, vemos que el estudiante pierde la mayor parte del tiempo en pedir perdón, titubear, redundar y prestar excusas, y al final termina siendo vaga la urgencia de su demanda. En la segunda opción el estudiante es más concreto al expresar lo que necesita y plantear los motivos de su demanda, además da una alternativa para la situación, él dice: no se lo entrego hoy, sino el jueves entrante.

Una clave de asertividad para estos casos es puntualizar qué queremos, los motivos (ojo, no las excusas) de lo que necesitamos y la alternativa o alternativas de solución que podemos plantear. Nada más. Si lo que queremos lo expresamos de manera rebuscada e incluso descalificando nuestra propia petición, probablemente quien nos escucha se impacientará y decidirá decirnos que no, aún antes de que hayamos terminado de hablar.

Pese a que la comunicación asertiva tiene un porcentaje alto de eficiencia, no olvidemos que no hace magia, aumenta nuestro éxito pero no nos asegura que obtendremos respuestas positivas el 100% de las veces; sin embargo, su uso consuetudinario marca una diferencia significativa en el momento en que logramos o no alcanzar nuestras metas. Eh aquí algunas técnicas y trucos que te pueden permitir salir avante de algunas situaciones donde mantenerte asertivo o asertiva puede ser complicado:

1. Rendición simulada: consiste en mostrarnos de acuerdo con los argumentos de nuestro interlocutor pero sin abandonar nuestra postura; puede parecer que cedemos, pero solo tomamos impulso. Es útil en negociaciones de todo tipo. Ejemplo: “Entiendo cómo te sientes y estoy seguro que yo vería las cosas del mismo modo, pero pienso que sería oportuno considerar otros enfoques”. Su ventaja es que quien discute con nosotros ya no se siente tan confrontado o confrontada, ni tan a la defensiva.

2. Ironía asertiva: ante una crítica agresiva o fuera de tono, no debemos responder en el mismo tono a nuestro interlocutor; podemos buscar maneras de responder sin abandonar nuestra postura de calma, y posiblemente también con una elegante ironía: “no sabía que me percibías de ese modo, muchas gracias por compartirlo”. Con esta estrategia ahogamos lo que podía haber sido una discusión acalorada que podría desviarnos del tema que se debate.

3. Movimientos en la niebla: tras escuchar los argumentos de la otra persona podemos favorecer la empatía aceptándolos y parafraseándolos, pero agregando lo que defendemos. Es parecido a la rendición simulada pero incorporamos con ella nuestras propias ideas: “Entiendo lo que dices, y pienso que podríamos también hacer lo otro simultáneamente”. De este modo nuestro interlocutor se sentirá escuchado y que entendemos sus argumentos, y ademas probablemente se mostrará mas accesible para aceptar los nuestros.

4. Pregunta asertiva: en ocasiones es necesario iniciar haciendo una paráfrasis, para luego obtener información más precisa con la cual fortalecer nuestra argumentación: “dice que no te convence mi idea, pero ¿qué es lo que no te gusta exactamente?”. Con esta pregunta asertiva declaramos nuestro interés por lo que nuestro interlocutor argumenta, y recabamos información más profunda acerca de lo que no le agrada de nuestra postura.

5. Acuerdo asertivo: en ocasiones tenemos que admitir los propios errores, dado que no hacerlo empeoraría las cosas. En este caso se puede procurar alejar esa falla de nuestra personalidad. Ejemplo: “si, como una circunstancia excepcional, llegué tarde esta mañana”. Con ella empiezan a establecerse pequeños acuerdos para dar paso a los que son más significativos; además nos permitimos ser quien cede primero sin que implique una pérdida real para la negociación.

6. Ignorar: al igual que la ironía asertiva, es una herramienta a utilizar en caso de interlocutores “violentos” o alterados. En este caso se procura retrasar la conversación para otro momento donde ambos estén en buena predisposición para el diálogo. Ejemplo: “creo que ahora estás un poco alterado. Lo mejor es que te tranquilices y hablemos cuando estés calmado”. Es una táctica extrema que resulta especialmente útil cuando uno mismo está a punto de perder la calma.

7. Romper el proceso de diálogo: cuando se quiere cortar una conversación se pueden utilizar los monosílabos y la comunicación breve para mostrar desacuerdo, desinterés, etc.  La utilidad de esto radica en los momentos en los que tenemos prioridades distintas y queremos expresar que no es el mejor momento para la conversación. Ejemplo: “no pinta mal”, “si”, “quizás”, “si no te importa hablamos luego”.

8. Disco rayado: no tiene por qué significar que tengamos que repetir la misma frase todo el tiempo, lo cual es de poca educación. Me refiero a repetir nuestro argumento tranquilamente, empleando distintas palabras y sin dejarnos despistar por asuntos poco relevantes. Ejemplo: “si, pero lo que yo digo es…”, “entiendo, pero creo que lo que necesitamos es…”, “la idea está bien pero yo pienso que…”. Es una estrategia adecuada cuando lo que pretendemos es no perder terreno y no consideramos prudente ceder.

9. Manteniendo espacios: cuando uno da la mano no es raro que te cojan el brazo. En estos casos hay que delimitar muy claramente hasta dónde llega un punto negociado. Ejemplo: “sí, puedes utilizar la sala de reuniones pero para coger el proyector primero debes hablarlo con administración”. De este modo delimitamos los aspectos en los que estamos dispuestos a ceder, sin que esto implique que perdamos el control de la negociación.

10. Aplazamiento: en una reunión es buena idea llevar un papel o cuaderno donde tomar notas. En este caso podremos anotar consultas o críticas para abordarlas en otro momento y así no alejarnos del objetivo del momento. Ejemplo: “tomo nota para hablarlo en la próxima reunión”.

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El arte de la conversación

A lo largo de mi carrera como terapeuta, me he sentido conducido a la profundidad de un centenar de conversaciones donde las palabras que he intercambiado con mis clientes han edificado nuevas realidades, han abierto posibilidades y han sacado a luz mejores versiones de los involucrados en la terapia, es decir, de mis clientes y de mí mismo.

Siempre he creído que una buena sesión de psicoterapia, de esas que dan mucho material para reflexionar, es buena porque la conversación va desarrollándose de manera fluida. También he creído que la psicoterapia es como un modelo a escala de la vida, donde se suscitan experiencias que nos invitan a ver el mundo de formas nuevas y con una mayor riqueza. Y si mis dos creencias son correctas, entonces una buena vida es una que reboza de buenas conversaciones. ¿Será que el arte de conversar sea una de las vías para una vida plena?

Pensemos en cuántas situaciones interpersonales se han vuelto conflictos debido a una mala comunicación: crisis familiares, rupturas de pareja, malentendidos entre los amigos, chismes en el trabajo. Todo ello tiene que ver con cómo nos comunicamos; al grado que uno de los clichés más recurridos en la psicoterapia es achacar a la comunicación los cualesquiera problemas con que uno llega solicitando el servicio.

¿Qué pasaría si supiéramos conversar mejor?; no me refiero a únicamente hablar y expresar todo cuanto me pase por la cabeza, me refiero más bien a un equilibrio bien medido entre hacerte llegar mi mensaje, realizar una pausa, ser receptivo a tu mensaje, nuevamente una pausa, reflexionamos, te digo lo que opino de lo que me has comunicado y me dices tú lo que opinas de lo que yo dije, luego empezamos nuevamente.

Un buen conversador no se queda con nada relevante sin decir, ni nada relevante sin escuchar. Por eso, quien sabe conversar se interesa por lo que su interlocutor dice, y le va orientando conforme la conversación se desenvuelve, para que pueda explicarse mejor; es decir, le va preguntando, comenta a qué le suena lo que escucha, a cuáles experiencias propias le remite y etcétera. La premisa básica es que todos entendemos mediante mecanismos distintos.

No es verdad que al buen entendedor, basten pocas palabras. A veces un buen entendedor ayuda a construir una buena explicación, pide paralelismos, ejemplos, formas y hasta colores. No me negarás que cuando estás platicando es muy sabroso que te hagan preguntas relevantes a eso de lo que estas contando.

En teoría al menos, cuando converso soy tan responsable de explicarme con claridad y empatía, como de escuchar e involucrarme activamente en lo que me estás diciendo. Y si de plano, lo que me estás diciendo me interesa un tantito menos que un pepino, habría de tener la delicadeza suficiente para hacerte saber que ese tema me aburre.

¿Qué sería de nosotros y nuestras relaciones si conversáramos adecuadamente?, a través de las conversaciones podemos conocer a esa persona con la que platicamos y generar fuertes vínculos emocionales en el ínterin. Vamos, ¿cuántas de tus preocupaciones no se relacionan con problemas en alguna relación dentro de la que te encuentras inmerso o inmersa?, ¿cuántas de esas situaciones no tienen que ver con problemas al comunicarse?

Las relaciones interpersonales dependen tanto de las conversaciones, que las considero mutuamente indistinguibles. Yo puedo conversar por primera vez con alguien, y si la conversación cobra vida y de desarrolla y evoluciona, y surca de un tema a otro sin naufragar en algún silencio necesario, entonces posiblemente declararé que esa persona me ha caído bien y tendré ganas de verle nuevamente. Mientras platicábamos se tejían entre líneas los primeros vínculos para una relación; futuras charlas consolidarían esos vínculos, y una sucesión de buenas conversaciones forjarán una relación cada vez más entrañable.

El punto flaco es el grado en que nos involucramos. Cuando platicamos con alguien, usualmente dejamos que sea nuestro interlocutor quien nos lleve por donde le apetezca, y nuestro interlocutor espera de nosotros lo mismo a su vez; entonces andamos erráticos y a la deriva, sin llegar a lugares interesantes de los cuales hablar y sin que la conversación capte nuestra atención. Una cosa importante es que usualmente no hacemos preguntas que vuelvan interesante lo que sea que estamos escuchando.

Qué pasaría si  aquél o aquella con quien estamos conversando se ha extendido quince minutos completos hablando de petunias coloradas y nosotros ya estamos bostezándole a escondidas o en su cara, y conocedores de nuestro creciente aburrimiento le preguntáramos porqué le gustan tanto las petunias, si en su familia es tradicional este interés botánico, o si ha pensado poner un negocio con esas flores. La idea es considerar la posibilidad de permitirle a la otra persona explayarse en ese tema que quizá le da seguridad al hablarlo, o puede que genuinamente le guste mucho. Uno indudablemente también tiene sus intereses, y una premisa habitual pero incorrecta, es creer que en una conversación solamente puede regir el interés de uno y sólo uno de los involucrados.

Si yo soy médico, podría preguntar u opinar acerca del modo en que las petunias pueden sanar ciertas enfermedades o favorecerlas. Si soy arquitecto, puede que tome las petunias para hablar de su función como flores de ornato, o retome el ‘feng shui y las petunias’. Un antropólogo retomaría las petunias para mencionar lo que ellas han significado en algunas culturas, y un psicólogo podría llevarlas al territorio de la salud mental y petunias.

Y entonces, cuando el tema en la conversación son las petunias y las energías renovables de origen orgánico, posiblemente sea sencillo pasar de botánica a ecología para dejar por la paz a esas pobres plantas.

Sin embargo para eso es necesario que me visualice como participante activo de la conversación que estoy sosteniendo; no importa cuál sea el tema que esté sobre la mesa, el reto es preguntarme ‘qué tiene eso que ver conmigo’ y entonces arrastrar ese tópico a una de mis áreas de interés, sin desoír la intensión de mi interlocutor de platicar conmigo de ese tema.

Puede ser que para él o para ella sea importante que le conozcamos desde su gustos en botánica porque se siente especialmente orgullosa u orgulloso de sus dotes en la floricultura. También eso es muy importante: los temas que arrojo a la conversación son una radiografía de quién soy yo, por eso vale la pena preguntarme cuáles son los tópicos mediante los que me encantaría que las personas me conocieran. ¿Me gustaría que me conocieran como el maniaco de las petunias, o hay algo en mi de lo que podría hacer mayor gala?, ¿de qué en mi siento mayor orgullo?

Parte del balance en la conversación es cuidar que, como en un juego de ping pon, los temas en la mesa sean puestos uno por mí, otro por ti, uno nuevo por mí, y así. Si en la charla hay más de un conversador, podemos elegir tener la cortesía de introducir en el tema a quien menos ha hablado, especialmente si nos inspira una particular curiosidad: ¿a ti te ha pasado eso alguna vez?, o ¿cómo ven los agrónomos esa problemática?, qué se yo.

La conversación es un acto de construcción en equipo, quien sabe conversar sabe tomar en cuenta a los demás; quien desarrolla habilidades en este campo se hace a sí mismo (o a ella misma) notoriamente más empática y inspira confianza en los demás.

Hay pequeñas claves muy fáciles de intuir al conversar: ¿cuánto tiempo has pasado hablando de ti y solamente de ti?, ¿los temas hacia los que llevas la conversación son demasiado personales o demasiado superficiales? Si te sorprendes en una de esas charlas narcisistas donde tu es el personaje protagónico, mete el freno de emergencia preguntando ‘¿te ha sucedido algo así?’, o ‘¿qué opinas tu?’, por ejemplo. Entonces preguntas, y luego te callas para hacer espacio para la respuesta de tu interlocutor.

Recuerda: la conversación debe estar equilibrada. Si tu selección de temas va siendo demasiado profunda, la conversación será cansada y tu interlocutor aburrirá en la misma medida en que tu continúes intenseando. Si tu selección de temas es demasiado superficial, quien te escuche igualmente se aburrirá por la sarta de temas irrelevantes a los que recurres. La clave es campechanear los temas y pasar desde tu selección de temas intensitos a los temas superficiales y de regreso.

Por eso es que dicen que el conversar es un arte, uno que se domina con práctica, práctica y mucha práctica.

Conversar es emitir unos mensajes y recibir otros de vuelta, responder a unos y aguardar a que respondan los nuestros. Para todo eso no siempre empleamos palabras, también hay gestos, señales, silencios. Para el ser humano es imposible no comunicar, así que siempre estamos diciendo algo a los demás: tu vestimenta expresa como anda tu ánimo hoy, tu postura habla de qué opinión tienes de quienes tienes enfrente, tu ausencia al evento dice mucho del interés que tienes respecto a los involucrados, etcétera. Los tips del conversar aplican igualmente aquí; si te interesa la relación con los, el o la aludida, deberás atender al modo en que tu interlocutor recibe el mensaje que estás emitiendo y necesitarás escuchar lo que tiene que decir al respecto. Nunca asumas que tu conducta no decía nada sólo porque no estaba revestida de palabras, tampoco seas siempre tu quien comunique, ni seas siempre tu quien escuche.

Si participamos a cada momento en un intercambio de mensajes con las personas que nos son cercanas, ¿en qué momento se termina la conversación? Yo pienso que nunca termina, creo que podemos identificar el momento en que un capítulo se cierra e inicia otro, pero la conversación continúa y en todo momento retomamos tanto viejas charlas, como iniciamos otras nuevas.

Desde que te conocí empecé a conversar contigo, y empecé a creer que no me amabas cuando dejaste de responderme.

El origen de muchos conflictos en las relaciones estriba en la indiferencia, en la falta de respuestas o los monólogos que se traslapan fingiéndose conversación cuando solamente son soliloquios encontrados. Cuando dejamos de escuchar y perdemos el interés de explicar, nuestras relaciones tienden a romperse y nos quedamos con muchas cosas que pudimos haber dicho, con muchas otras que hubiésemos deseado escuchar.

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Breve reflexión acerca de la mentira

Hace unos días, una buena amiga conversaba conmigo acerca de que entre los antiguos judíos, la verdad de las palabras que alguien expresaba estaba implícita en la confianza. En ese escenario semita, uno podía creer en lo que escuchaba por el simple hecho de que el otro se hacía responsable de las palabras salidas de sus labios, porque la mentira a primera instancia ponía en juego el vínculo entre el interlocutor y la persona, y les afectaba a ambos, y les hería a ambos.

Pero los tiempos modernos son muy distintos a los que se vivían hace miles de años, y ahora lo verdadero es lo que es comprobable, y uno no es inocente hasta que es demostrado lo contrario. ¿Por qué tanta desconfianza?

En nuestro mundo las mentiras piadosas son una licencia que a veces la verdad se toma para no herir al otro; las mentirillas blancas corresponden a travesuras que no lastiman a nadie y que se olvidan en poco tiempo. Teóricamente.

Para la corriente filosófica llamada “postestructuralismo”, la realidad corresponde al lenguaje: a lo que la gente dice. Pero no porque lo que decimos sea determinado por el modo en que son las cosas, sino al contrario, que lo que decimos determina cómo son: el lenguaje estructura la realidad. En otras palabras, la realidad que nos envuelve es percibida por nosotros según cómo la describimos y según la describen aquellos con quienes hablamos mediante el lenguaje.

Físicamente se trata del mismo vaso, pero para uno está medio lleno y para otro está medio vacío. De sutilezas como ésta depende el modo en que vemos al universo.

Pero siendo realistas, los humanos mentimos con cierta asiduidad; a veces por hábito. Yo miento, tú mientes e incluso los animales mienten. Se trata de una cuestión de sobrevivencia, ya en un contexto salvaje, ya en uno social. Pero lejos de afirmar que la mentira es algo positivo, sí puedo decir que en ocasiones es necesaria. ¿Qué ocasiones?, bueno, eso ya depende del criterio y la mesura de cada quien. El mismo quien que además habrá de ser confrontado por las consecuencias de su mentira.

Un escenario común para la mentira suele ser el científico, en el que el investigador establece una hipótesis y recaba datos que luego, mediante cien malabares silogísticos, habrá de ajustar para que encajen dentro de su planteamiento inicial. Los que no entren serán catalogados como excepciones poco significativas para la regla, y así una nueva ley ve la luz del debate científico.

No toda la ciencia se basa en mentiras, evidentemente, pero el engaño, aún sin dolo, a veces parido por un exceso de entusiasmo, suele ser recurrente. Los científicos son susceptibles de engañarse a sí mismos ajustando la realidad a sus hipótesis, y engañar consecuentemente a los otros; porque, a última instancia, la mentira sirve para modificar la realidad.

Particularmente la realidad que no nos agrada. En el terreno de lo cotidiano la mentira es todavía más recurrente; a veces las personas echamos mano de ella para modificar la imagen de lo que somos, esencialmente cambiando el modo en que nos describimos. Más cotidiano de lo que llegamos a concebir, nos hacemos ver como personas de mayor distinción para impresionar infaliblemente al que es o la que es objeto de nuestro afecto; nos presentamos más profesionales para obtener mejores empleos; más amenazadores para evitar alguna trifulca que vemos llegar.

Probablemente un exceso sea el momento en el que la mentira irrumpe y se instala en las relaciones cercanas que mantenemos con los otros; amigos, familia, relaciones que en teoría debieran ser el santuario donde podemos romper nuestra defensa y descansar de las presiones sociales que nos requieren mentir. No hay un lugar como este en el que quede más claro que la mentira pone en riesgo el vínculo entre dos personas.

Puede suceder que lo que percibimos ser, no forme parte de una realidad que nos guste particularmente, y por eso hagamos una descripción de nosotros, para los demás, que no se ajuste a lo que en verdad somos. Un engaño. A veces esta mentira se prolonga más allá del momento en que la relación inicia, más allá del tiempo de la primera impresión, y permitimos que la relación completa se sustente en algo falso. Sucede mucho con las llamadas caretas, las poses y actitudes parecidas, que dan una imagen falsa de nosotros y ponen en juego, por no decir en riesgo, la relación a la que estábamos apostándole.

Cuando la otra persona se da cuenta que ha establecido una relación con alguien que no es lo que conocía, siente desconcierto y frecuentemente decide partir.

Y en ocasiones necesitamos que los otros nos mientan, que nos digan que somos de una manera en la que no creemos ser. Les proyectamos una imagen falsa para que nos devuelvan una descripción más cercana a lo que querríamos ser, que a lo que en realidad somos. Es la situación que se asocia al estereotipo del bravucón o el sabelotodo, que cada tanto aprovechan la oportunidad para reforzar la imagen que desean proyectar de sí, aún cuando sin enterarse, vayan forjando una dinámica que irónicamente los distancia de la gente.

El sabelotodo, particularmente, no tiene empacho en fingir contar con respuestas que no tiene; dice las cosas sin medir la consecuencia, dado que su principal interés es demostrar “una vez más” que es él quien sabe. Contradice a los otros con suficiencia e inventa hechos que suenan bien, ganando prestigio a partir de sus aseveraciones falsas que son aceptadas en lugar de las que son ciertas. De este modo moldea inintencionadamente el modo en que sus interlocutores perciben el mundo a partir de la mentira.

El sabelotodo, quien miente sistemáticamente para mantener su estatus, sabe para su coleto que lo que ven los demás en él es falso, pero puede resistir calladamente la incongruencia mientras se sienta aceptado por ellos. Lamentablemente para él, en su búsqueda por aparecer como quien guarda y mantiene la verdad, entra en una dinámica de competición, dentro de la que le es menester desacreditar a sus amigos u otras personas que le son personalmente significativas, para conservar el anhelado prestigio. Tristemente, el engaño sostenido sienta una distancia entre él y la misma gente cuya aceptación busca.

El mentiroso sistemático vive condenado a no ser conocido por aquellos a los que quiere, a no establecer intimidad con nadie en tanto haga uso de la mentira como su vía de interacción. Las personas se vinculan con su careta y no con él; recuerdan sus narraciones, pero no su historia. Y finalmente, la mentira se vuelve en la defensa que es difícil de abandonar, pues para él siempre existirá la incredulidad frente a lo exitoso que su verdadera forma de ser pudiera resultar; la duda de que sin la mentira todavía podría conseguir ser agradable a los ojos de los otros.

El mentiroso queda tristemente cautivo en un calabozo del que él mismo guarda la llave.

¿Qué tanto es tantito?, diríamos aquí en México. La mejor manera de conocer cuándo la mentira raya en lo “demasiado” es cuando empezamos a sentir que el ocultar la verdad nos distancia de nuestra gente. Ese puede, probablemente, ser una alerta eficaz.

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