El patriarcado es un paradigma que se imprimió sobre la espina dorsal de nuestra cultura, a partir de la idealización que hicieron algunos de la “sociedad perfecta”. En este diseño, hoy por demás anacrónico, cada hombre y mujer desempeñan un rol que mantiene el esquema social funcionando, aún a costa individual de cada persona.

A la sombra del patriarcado, las recompensas de ser un “verdadero hombre” se miden en privilegios: el privilegio de ser quien controla el “patrimonio”, el privilegio de ser una autoridad, o el privilegio de apropiarse de los espacios públicos.
Estos privilegios implican que los hombres pueden disponer de los bienes materiales de aquellas y aquellos sobre quienes son autoridad, que pueden disponer de la persona (y de la vida) de quienes están por debajo de su autoridad, y que en el mundo de lo público, es decir, en las calles, en la oficina, etcétera, ellos pueden explayarse y desinhibirse a sus anchas.
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