Familia Ideal, Sexualidades disidentes

¿Familia ideal o familias diversas?

Definir qué es familia nos obliga a referirnos a un grupo social que en las últimas décadas se ha diversificado y complejizado para adaptarse a los eventos sociales y culturales de nuestro tiempo que son por si mosmos tan diversos y complejos como propiamente, las mismas familias.

En términos bien generales, la familia constituye el núcleo de la sociedad (una afirmación que suena más a frase hecha que a verdad incontrovertible). Su estructura entrelaza aspectos biológicos, económicos, jurídicos, socioculturales, y etcètera. En lo particular, el de la familia mexicana, es un tema que puede abordarse desde más de una perspectiva de análisis, como la de las identidades o el género.

Desde este doble enfoque podemos acceder no solo al cómo definimos a las familias a partir de lo teórico, sino también, y teniendo quizá mayor relevancia, a cómo las familias se definen a sí mismas y los retos que necesitan enfrentar para consolidar este autoconcepto (concepto de si mismas) y encontrar su validación o reconocimiento como  familia “completa” en nuestra sociedad.

Es de este modo que hablar de la familia mexicana es hacer referencia a un sistema de identidades que coexisten, a veces bajo un mismo techo, en un escenario conjunto, y comparten los mismos recursos para poder consolidarse.

Aquí, donde hay la identidad de un niño que empieza a internalizar nociones de género, violencia o educación mientras va ubicando su mundo, hay también alguien muy cerquita, cuya identidad de ser hombre, se ve confrontada por el discurso feminista, la inestabilidad económica y otros factores sociales que exigen viejas demandas a las masculinidades actuales, sin favorecer posibilidades para satisfacerlas; y la identidad de ser mujer, que cotidiana e históricamente se la ha sometido a la descalificación, incertidumbre e invisibilidad.

Los conflictos actuales que las familias deben afrontar devienen del modo en que niñas, niños, padres y madres hacen frente a estos retos, al mismo tiempo que, como familia, se esfuerzan por conjugar una pertenencia colectiva, que trascienda o rebase el famoso mito de la “familia ideal” donde familia es igual a reproductividad, heterosexualidad o matrimonio.

Para enfatizar: la familia es mucho más que reproductividad, heterosexualidad o matrimonio, tres variables no necesarias para la definición de familia.

A primera vista, parece que las familias cuentan en estos días con más retos para vencer que recursos de los cuales echar mano; sin embargo pose de origen una organización social tan básica como plástica, y una flexibilidad tal, que puede permitirse derivar en cuantas versiones de familia sean necesarias para adaptarse y mantener su vigencia.

La mayoría de las definiciones de familia plantean una estructura social muy básica, donde padres e hijos o hijas se relacionan dentro de fuertes lazos afectivos. Esta familia, llamada “de origen” por su configuración  bigeneracional (o trigeneracional cuando involucra a los abuelos en su dinámica cotidiana) es exclusiva, única, e implica una permanente entrega entre todos sus miembros, posibilitando la constitución de un sentido de pertenencia hacia el grupo y la identidad de sus integrantes. En esta estructura social, lo que afecta a un miembro de la familia afecta directa o indirectamente al resto.

Por ello puede hablarse no solo de una colectividad de individuos, sino de un sistema familiar, es decir, de una comunidad organizada, intervinculada con sus jerarquías internas, y en constante relación con su entorno físico, económico y social.

La cohesión del sistema familiar se logra mediante una red de vínculos con enorme carga emocional, por eso la familia constituye el primer escenario donde comenzamos nuestro proceso de socialización e ingreso a la subjetividad del entorno social donde nacimos (o sea, a asimilar las creencias, reglas y patrones de conducta que tienen los adultos a su alrededor). En este contexto se construyen las bases de cualquier socialización posterior.

Hablan de que el niño está inmerso en ésta socialización primaria, donde reconoce primero a las figuras de poder en su sistema familiar y posteriormente se identifican con ellas; dando inicio a la conformación de su identidad. De esta manera, tanto las niñas como los niños asimilan, entre muchos otros elementos culturales, el rol respectivo a su género. Luego esta misma identificación se generaliza: ya no se trata específica y particularmente de papá o mamá, sino en general de los hombres y de las mujeres, o de todos los adultos y de toda la gente, de todos los mexicanos y etcétera, asimilando grupos sociales en forma de categorías, en algunas de las cuales van a sentirse incluidos o incluidas.

En este proceso, el lenguaje verbal y el no verbal es el vehículo para estas progresivas e inagotables identificaciones con los y las demás.

Entre las formas tradicionales de organización familiar y estructuras de parentesco, es posible distinguir cuatro tipos de familias:

  1. La familia nuclear o elemental, conformada por los padres y los hijos, ya sean de descendencia biológica de la pareja o adoptados por la familia.
  2. La familia homoparental, conformada por dos papás o dos mamás.
  3. La familia extensa o consanguínea, conformada por más de una unidad nuclear, se extiende más allá de dos generaciones y está basada en los vínculos de sangre de una gran cantidad de personas.
  4. La familia monoparental se conforma por uno de los padres y sus hijos.
  5. La familia de padres separados o biparental, donde los padres se encuentran separados pero continúan cumpliendo sus roles como padres. 

Aunque en nuestra sociedad muchas de las funciones atribuidas a la familia han pasado parcialmente a ser cargo de otras instituciones (como la educación a las escuelas), todavía quedan al interior del país familias que ejercen íntegramente las funciones educativas, religiosas, protectoras, recreativas y productivas.

Ahora bien, es una realidad el que los adultos, generalmente los padres, no siempre cuentan con la totalidad de elementos que les permitan educar de manera adecuada a sus hijos e hijas: cotidianamente se conocen nuevos casos de violencia intrafamiliar, de abuso sexual, abandono de los hijos o problemas de comunicación y comprensión, que exponen a los más integrantes más vulnerables en la familia a un sin fin de riesgos sociales como las drogas, la violencia y la posibilidad de cometer distintos delitos contra la comunidad.

Sin embargo, cuando los padres transfieren a otras instituciones las tareas familiares, frecuentemente no se debe a que la familia claudique o sea esencialmente incapaz de cumplir con su deber, sino porque las actividades que realizan en la actualidad (tales como las jornadas laborales fuera de casa, tanto de padres como de madres) requieren del apoyo de otras instancias para lograr sus propósitos de desarrollo, como es el caso de la escuela o los tíos, abuelos y demás.

Las familias como unidad social, no se desarrollan en el vacío; interactúan con el contexto en el que se surgen, modificándolo y siendo a su vez modificadas estrechamente por esos escenarios. Esto es igual a afirmar que no hay familia en México a la que no le afecte la situación económica, la inseguridad pública o las nociones culturales: una familia que se desarrolla en una comunidad violenta, deberá afrontar el reto de no permitir que esa violencia permee al interior de su interacción familiar, por ejemplo.

Así, para entender a cualquier familia, es muy necesario entenderla como si fuera un sistema sumergido dentro de otros sistemas, un espacio influido por los espacios que lo envuelven; entonces será posible darnos una idea de los retos que enfrenta y las fortalezas que sobre la marcha desarrolla.

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Erastes del siglo XXI: los roles sexuales

En la Grecia Clásica era común el que los hombres tuvieran sexo con otros hombres, era un rasgo de virilidad, quizá no era tan común la misma práctica entre mujeres, pero entre varones se le asociaba a elementos sociales de poder y enseñanza. Los hombres de mayor rango, principalmente mayores en edad, eran los erastes, o quienes tenían un rol activo durante el acto sexual; los erómenos, por el contrario, solían ser más jóvenes y quienes debían ser sexualmente receptivos. Tal era la usanza y la tradición.
De esta manera, cada hombre tenía, si bien la oportunidad de mantener una sexualidad homoerótica a su antojo, también la obligación de ser erastes o erómenos según su rango, su edad y algunas otras circunstancias; era inalienable. Esto es que si un erómenos tenía a bien adoptar un papel activo en el coito, la sociedad al enterarse lo tachaba de insubordinado; y si a un erastes se le antojaba ser penetrado en el acto sexual por su compañero, la misma sociedad le volvía objeto de burla y escarnio. Finalmente, aún entre los griegos había una notoria intolerancia sexual.

Pero eso es lo que sucedía en aquél entonces, momento histórico en el que un hombre solamente tenía a su disposición una alternativa para buscar el placer homoerótico. Años ya han pasado a montones, y sin duda muchas cosas han cambiado conforme el tiempo ha transcurrido hasta traernos a nuestra época.

Vamos, en la sociedad moderna nuevamente es común que hombres tengan sexo con otros hombres, hecho que es palpable en los medios de comunicación y en la cotidianidad de las calles. Hay una creciente aceptación social que, empero, no alcanza aún a ser completa, y se reconoce paralelamente que también a las mujeres les apetece relacionarse eróticamente entre ellas, pero carecen, como en la Grecia Clásica, de la visibilidad social de la que ellos gozan.

Los hombres homosexuales o gay, suelen agruparse en dos categorías: pasivos (quienes durante el coito reciben la penetración) y activos (los que penetran), lo que hace referencia al tipo de conducta al que recurren durante el acto sexual. Para cada categoría la sociedad gay asocia una serie de atribuciones, es decir, en tanto que se espera que los hombres activos sean dominantes, se deja para los pasivos el ser sumisos; mientras los activos sean masculinos, los pasivos se mostrarían femeninos; etcétera. En este momento histórico cuando un hombre se identifica como gay, no es directamente víctima del escarnio social, principalmente en las grandes ciudades, pero lo es si reconoce públicamente ser pasivo, porque según San Pablo y otros intelectuales, quien debe se objeto de toda penetración sexual debe de ser la mujer.

Es una cuestión de prestigio y poder que impide el que un hombre usualmente activo, pruebe un rol pasivo: en un contexto donde los hombres están por encima de las mujeres, se estila que los gays masculinos estén por encima de los gays femeninos (en el caso de que la existencia de éstos últimos sea algo más que un prejuicioso mito). Así, el ghetto se estratifica a partir de una cuestión tremendamente sutil: el modo en que se disfruta de la sexualidad, emparejándonos sin empacho con la idiosincrasia de los antiguos griegos.

¿Qué hay con todo esto? Que si bien para los griegos ser erómenos o erastes era una atribución inalienable, obligatoria, que se proyectaba más allá de su elección personal, en la sociedad actual tendemos a asumir que ser pasivo y activo son calidades igualmente inalterables. Hay quien al considerarse activo teme explorar el rol pasivo por miedo a mellar su masculinidad, y que al encontrar un recurrente gusto por ser sexualmente receptivo, su forma de ser se afemine, se le note más el ser homosexual o, simplemente, se convierta en objeto de burla al hacerse público que al menos en alguna ocasión a él le agradó ser pasivo.

Por otra parte, entre el conjunto total de hombres en el mundo, hay personalidades específicas para las que el control es una meta muy atractiva por alcanzar; sentir el poder, en varias de sus manifestaciones, les es altamente gratificante. Esto es hablar de hombres con actitudes dominantes, que no necesariamente deban de modificar este rasgo en su forma de ser, pero que frecuentemente su anhelo de dominio les lleva en el terreno sexual a buscar un insistente papel activo que les permita dominar al otro (la tendencia leather es un útil ejemplo de lo anterior), volviendo el acto sexual en un velado juego de poderes.

El problema, ya sea que haya de por medio un temor a lesionar su masculinidad, la necesidad de dominio sobre el otro o un mero hábito sexual que le conduce a un hombre a ser siempre activo, surge cuando lo que se pierde es el impulso a explorar; dado que el éxito del placer sexual se deriva de la innovación y el ejercicio de la creatividad, el recurrir constantemente al mismo y único modo de obtener placer (nota que también incluye a quienes siempre buscan placer en la receptividad sexual) puede desgastar esa práctica y volver el sexo anodino, sin chiste y en una simple manera de aliviar la tensión sexual, pero sin el placer orgásmico de por medio.

Innovación es renovar la dinámica incluyendo nuevas posturas sexuales, experimentar otros roles, integrar elementos a la relación sexual como juguetes, comida, etcétera. Al faltar la innovación surge esta especie de tedio sexual que exalta el placer del sexo con desconocidos (si no innovas cambiando tu técnica, lo haces cambiando a tu compañero sexual) que hace de la relación sexual un acontecimiento novedoso y fresco de per se, en tanto que se mantenga nueva y fresca por sí misma.

El tip aquí no es, sin duda, dejar de tener sexo con desconocidos, sino cambiar y variar el estilo para enriquecer el acto sexual y no anclar la sexualidad en un solo rol, conformándose tan sólo con la mitad de las probabilidades de sentir placer. Afortunadamente, en tiempos recientes ha habido una mayor cantidad de hombres que se definen como inter, es decir, que encuentran placer tanto en el rol activo como en el pasivo durante el coito, y aunque probablemente el placer para ellos, o para cualquiera, será mayor con la estimulación del glande o de la próstata, según su gusto, no dudan en recurrir a todas las fuentes de éxtasis para alcanzar un orgasmo pleno.

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Las premisas detrás de la homofobia

Al margen de la creciente aceptación que la comunidad parece estar teniendo en lo general hacia el tema  gay (particularmente en el campo del marketing) sobresale en nuestra sociedad un particular rechazo hacia los homosexuales que todavía está vigente, y ese rechazo, constituido por una serie de atribuciones negativas en referencia a la homosexualidad, es lo que llamamos homofobia; no importa si se maneja el tema como una carencia o un defecto, como pecado, malformación, perversión o delito, la homofobia es un acto de discriminación que descalifica a la persona de la que se hace objeto y nos negamos a relacionarnos con ella (o con él), independientemente de su forma de ser, sus ideas, su simpatía o cualquier otra característica personal.

Cuando discriminamos lo que más importa es nuestra idea de lo bueno y lo malo, basada en generalizaciones hacia una categoría de personas, categoría o etiqueta arbitraria que nos sacamos de la manga, porque tenemos prejuicios y nos permitimos ver el mundo a través de ellos. Y no importa demasiado que en los últimos años haya habido trabajos científicos, filosóficos y médicos en torno a temas como el de la homofobia, que demuestran que no hay nada en la homosexualidad que sea patológico o antinatural, lo que importa es la precaria e inargumentable idea en mi cabeza que me moviliza a discriminar y descalificar.

Y hablando de discriminar, la que se dirige hacia hombres y mujeres homosexuales es una, pero ¿qué me dirías de la que sufren los hombres y mujeres transexuales? Te invito a echarle una oreja a este podcast de Fernanda Tapia acerca de los derechos de las personas transexuales

Tener prejuicios es la cosa mas sencilla del mundo, de hecho, me atrevería a decirte que los prejuicios están entre las primeras cosas que aprendemos cuando somos niños: “no hables con extraños”, “a la gente sucia nadie la quiere”, “las niñas buenas no usan pantalones”. Están tan ligados a nuestra educación que es difícil cuestionarlos; en primera, es difícil identificar que están ahí, usualmente a muchos de los prejuicios que conservamos, elegantemente los llamamos “valores”, en segunda, tenemos tantos que tardaríamos una vida en deshacernos de todos. Una vida. Pero el punto no es dejar de tener prejuicios, sino lo que hacemos con ellos: los prejuicios son “juicios previos” que de manera tentativa nos explican el mundo, pero son tentativos, sugieren que algo puede ser bueno o malo para nuestros intereses, pero no son determinantes, así que en nosotros queda la decisión de averiguar si lo que pre – entendemos es algo para ratificar o rectificar, si nuestros prejuicios son correctos o dejaron de estar vigentes.

Nuestros  prejuicios son opiniones personales (heredadas de nuestros padres y ellos las heredaron de nuestros abuelos) que no nos definen como persona, por eso podemos estar dispuestos soltarlos cuando dejan de sernos útiles. Pero hasta el momento en que nos liberamos de ellos vamos a continuar, por ejemplo, ejerciendo al homofobia, la cual se mantiene en el discurso colectivo aunque carece de argumentos racionales; es un prejuicio social que no surgió de la nada, lo aprendimos, nos lo quedamos y le damos réplica para enseñárselo a nuestros hijos, y como con todos los prejuicios, no nos detenemos a preguntarnos porqué lo mantenemos o de dónde o cuando surgió, solamente le obedecemos y actuamos guiados por él.

¿De dónde salió la homofobia? Cuando mantenemos un prejuicio, lo hacemos a partir de nuestra certeza en determinadas premisas, tales como “el objetivo de la sexualidad es la reproducción”. Así, la homosexualidad existe en el contexto de un modelo sexual hegemónico: la heterosexualidad, que tiene un carácter claramente reproductor. La heterosexualidad es “buena” porque se ajusta a esa premisa donde reproducción y sexualidad son equivalentes, la homosexualidad es “mala” porque es una versión de la sexualidad en la que la reproducción no es el objetivo. En el histórico momento en que el ser humano afirmó que sexualidad y reproducción son la misma cosa, convirtió la sexualidad en patrimonio exclusivo de las parejas heterosexuales de mediana edad (edad reproductora) y bajo el cobijo del matrimonio (institución avalada para tener hijos). De esa premisa se desglosan una serie de interesantes prejuicios: el sexo entre personas del mismo sexo es malo, el sexo entre dos ancianos es malo, el sexo fuera del matrimonio es malo, buscar el placer durante el sexo es malo, usar métodos anticonceptivos durante una relación sexual…

Primera premisa:

Acerca de la homosexualidad entre varones, el contacto erótico no desencadena proceso reproductivo alguno (evidentemente), por lo que la actividad sexual no es otra cosa que “el desperdicio de la simiente”, dicho en términos bíblicos. Desde este contexto religioso, el homoerotismo entre hombres desconoce “el desarrollo natural de todo ser humano que nace, crece, se reproduce y muere”, y cuestiona el proyecto de vida de quienes efectivamente buscan trascender a la muerte preservando su existencia en un hijo. Este es el argumento central de los jerarcas en las iglesias y una que otra persona de fe, sustentándose en la premisa de que toda mujer u hombre debe de dedicar su vida a la procreación y la construcción de un contexto adecuado para el desarrollo de un humanito nuevo. ¿Donde quedan quienes no incluyen hijos en su proyecto de vida?, bueno, con esta premisa las religiones se encargan de dar el visto bueno a unos proyectos de vida, y de no dárselos a otros.

El deseo reproductivo, mediante el que, efectivamente, pueden realizarse y trascender algunas personas, adquiere en el ser humano, que es racional y consciente de sí, un carácter opcional, elegible según el proyecto de vida de cada hombre o mujer; capacidad de elegir que es negada al individuo cuando queda establecida una hegemonía centrada en la heterosexualidad.

Concretamente, si yo digo “vi dos homosexuales en la calle” tu muy probablemente vas a imaginarte a dos tipos caminando y tomados de la mano, puede que hasta dándose un beso. Exactamente lo mismo pasa cuando se hacen campañas sociales para sensibilizar contra el rechazo a la homosexualidad, ves afiches con fotografías de hombres; y en la mercadotecnia homosexual hay productos para hombres. ¿Sabías que también las mujeres pueden ser homosexuales? Lo que sucede es que mantenemos ciertas ideas hacia la sexualidad de las mujeres que, incluso en el ámbito de la homosexualidad, también están presentes: las mujeres son seres delicados e inocentes. Por eso cuando nos referimos a la sexualidad de una chava, usualmente agregamos adjetivos juguetones como “sucia” o “perversa”, lo que no pasa cuando hablas de la sexualidad de un varón. ¿Machismo?, si… totalmente.

El deseo sexual entre hombres es algo normal para las concepciones de nuestra cultura (los hombres piensan en sexo, después en sexo y al final en sexo, dice la vox populi), pero paralelamente, nuestro Occidente judeocristiano le ha negado a la mujer el reconocimiento de su deseo sexual: históricamente existe la convicción de que las mujeres no sienten, ni buscan, ni pretenden el deseo sexual. Por eso pensamos la sexualidad entre mujeres más como un juego inocente que como un acto erótico. Si ves a dos mujeres caminando por la calle, tomadas de la mano, pensarás probablemente que se trata de dos grandes amigas.

Segunda premisa:

La segunda premisa que alimenta el prejuicio contra la homofobia se instala, en la prohibición del placer: “buscar el placer es malo”. Nos cuesta trabajo hablar de lo que nos da placer y es difícil aceptar que a veces lo que hacemos está únicamente motivado por el placer de hacerlo, porque nos creemos obligados a ser productivos y generar un bien para la comunidad, al mismo tiempo que menospreciamos el valor del placer como una manera de nutrirnos tan válida como la satisfacción del trabajo bien hecho. Este sistema de creencias encuentra su nicho en el discurso moral de las religiones, las cuales enfatizan la “malignidad” del placer como una forma de pecado; para muchas doctrinas morales, este mundo es el valle de lágrimas y dolor por el que tenemos que cruzar para acceder a la tierra prometida, al paraíso que obtendremos luego de que nos muramos.

El tema de las religiones es uno interesante, porque si bien el universo total de seres humanos se compone de conjuntos distintos de creyentes y no creyentes, tanto unos como otros crecen y se desarrollan en comunidades donde las iglesias son instituciones con poder, cuyos discursos alcanzan a sus feligreses y a los vecinos, hijos, amigos de esos feligreses. Es entonces cuando el hombre más agnóstico se sorprende obedeciendo por simple inercia a los cánones católicos, por ejemplo, o aceptando las premisas de una religión, sin necesariamente compartir su doctrina.

El hombre y la mujer homosexuales, entonces, no solo llevan la práctica de su sexualidad lejos de la intensión reproductiva, sino que, incluso, ejercen esa sexualidad fundamentalmente motivados por el placer, contraviniendo las premisas de una sociedad educada bajo los axiomas de la abstinencia, el auto castigo y la continencia para expiar o prevenir los pecados. Entonces, así como el placer es malo, la sexualidad que busca el placer también lo es; y si bien lo del desperdicio de la simiente es un tema que atañe más directamente al varón homosexual, la búsqueda del placer es anatema para las mujeres, que siendo figuras delicadas, virginales e inocentes expresan en el lesbianismo su derecho (y necesidad) al disfrute y el gozo, manteniendo por motu proprio relaciones sexuales con otras mujeres.

Tercera premisa:

La tercera y última cuestión tiene todo que ver con la estratificación social: así como, según nuestra sociedad, no es lo mismo ser presidente que barrendero, adulto que joven, o jefe que empleado, tampoco resulta igual ser hombre que ser mujer. Nos encanta crear jerarquías para todo, y el sistema de géneros no es la excepción, lamentablemente.

El sexo de cada persona corresponde a sus características fisiológicas, hormonales, anatómicas y etcétera: hombre y mujer. El género, en cambio, es el conjunto de atribuciones que hacemos para una persona a partir de su sexo: los hombres deben vestir de azul, ser rudos, varoniles, fuertes, formales y hasta feos, buenos proveedores para la casa y conseguirse una buena mujer; las mujeres deben vestir de rosa, ser delicadas, femeninas, frágiles y hermosas, buenas para la cocina y siempre bien portaditas para que un hombre las elija. El sexo tiene un fuerte componente biológico, pero el género, en cambio, es cultural. Esto implica que apenas naces ya tienes encima de ti un montón de exigencias que van a coartar la libertad que tienes para hacer elecciones de vida: ¿estas seguro que quieres ser bailarín?, ¿cómo se le ocurrió a ella ser piloto? En esta determinante cultural se instala la premisa de que ser hombre es mejor que ser mujer; eso habla de niveles en una jerarquía, ellos arriba, ellas abajo. Así funciona desde la Roma Imperial.

Roma fue una sociedad con gran aprecio por la virilidad y sus valores asociados, sin embargo no era un mundo que encasillara el comportamiento amoroso según el sexo; sí, en cambio, según el papel activo o pasivo que adoptaba el ciudadano; ser activo es actuar como un macho frente al partenaire sexual, y lo que condenaban era la pasividad del varón, importando poco si era pasivo frente a una mujer o con otro hombre.
Esta noción, que era muy propia de las sociedades patriarcales y / o guerreras, en que se atribuyen al varón roles dominantes en lo sexual, económico y político, no es exclusiva de la sociedad romana, pero su difusión a través de la cultura y el derecho romano ha dejado una sólida impronta que prevalece en nuestras sociedades hasta nuestros días y que explica parte de las actitudes que mantenemos hacia las sexualidades no ortodoxas y hacia la afectividad, incluso no catalogada homosexual, entre varones.

Poco después llegó el buen San Pablo, un hombre cero progresista, que apoyó muchos de los argumentos romanos como si fueran palabra del señor y declaro que la mollities, o pasividad masculina, era una grave falta en la cada vez más amplia escala de pecados de la carne, y la comete cualquier varón que permite que su cuerpo sea empleado por otra persona, ya sea hombre o mujer, para obtener placer. Este tabú hacia la pasividad en el varón, que lo “degrada” del lugar preferencial entre los géneros al “nivel inferior que le corresponde a la mujer”, se ha mantenido firme hasta nuestros días, nada más que las palabras cambiaron: en determinados lugares de México y Latinoamérica el homosexual es el hombre que es penetrado por otro, no el que penetra, a quien recibe la penetración se le llama “pasivo” y se le ve en una escala inferior al “activo” que ejecuta la penetración.

Frente a las premisas contra la búsqueda del placer o la equivalencia entre sexualidad y reproducción, la prohibición contra la pasividad del hombre es el factor de mayor peso en el mantenimiento de la homofobia; es por esta razón que la mayor parte de críticas a la homosexualidad aludan a la figura del hombre que se feminiza, y también por la que la homosexualidad masculina causa mayor revuelo que la femenina. Otra evidencia del tabú hacia la pasividad masculina está en el discurso social, donde los chistes y anécdotas de humor hacen burla del hombre “dominado”. La feminización del hombre despierta el rechazo de homosexuales y heterosexuales por igual: cuando el hombre gay abre su sexualidad homoerótica a sus padres, el principal temor de éstos es que su hijo desarrolle conductas notorias de “afeminamiento”; cuando dos grupos de hombres gay se confrontan, surge espontáneamente una jerarquización donde los más femeninos quedan en la base y los más masculinos se instalan arriba de la jerarquía.

En la homofobia se asume que el hombre homosexual esta renunciando a su lugar en la jerarquía de género, quedando “a nivel de las mujeres” (se asume también que en consecuencia esto invertiría el orden social) y mereciendo el escarnio público por tal “degradación”. De este modo se asocia el mito de la superioridad del varón, con la homofobia; de hecho, la homofobia es un mecanismo de control que previene que muchos hombres se muevan en esta estructura de poder, pues saben que renunciar a su postura privilegiada en la jerarquía de género les hará receptores de la desacreditación y el escarnio.

La gran pregunta después de esta reflexión es: ¿cuando obedeces a tus prejuicios, identificas cuál es la premisa que los motiva? La mayoría de nosotros mantenemos rasgos homofóbicos, independientemente de nuestra orientación sexual, porque guardamos premisas acerca de cómo debe de vivirse la sexualidad, asumiendo que hay una manera que es la adecuada para todos de vivirla. ¿Tu identificas cuales son las premisas detrás de cada uno de tus prejuicios? Es probable que sea un tema más relevante el qué haces con tus prejuicios, que el hecho mismo de que los tengas; y es posible que conociendo tus propias premisas, puedas elegir mejor actuar o no obedeciendo tus prejuicios o decidir, incluso, descontinuarlos. La chamba es tuya.

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