Y en el principio, estaba la diosa… probablemente.
Piénsalo: para la humanidad primitiva, las únicas certezas eran la vida y la muerte, el hambre, la enfermedad y la necesidad de tener alguien que fuera el receptor de las plegarias de cada día. Sabían o sabíamos, que los ciclos eran inmanentes y que el Sol sucedería a la Luna eternamente, que lo mismo, las estaciones se perseguirían en la misma sucesión hasta el fin de los tiempos. Lo único que no era eterno era el ser humano.
Al darnos cuenta de lo efímero de la vida, seguramente nació en nosotros el miedo a la muerte.
Y entonces en el principio, la humanidad le dió un rostro de divinidad a todo aquello que parecía eterno a su alrededor y le empezó a pedir para solventar el miedo; y como modelo para esa divinidad relevante a nuestras plegarias, nos basamos en los pequeños milagros cotidianos: el nacimiento de la vida, el crecimiento desde lo más pequeño y vulnerable, el amor incondicional por un hijo… y todo eso lo mezclamos con la nostalgia de nuestra propia fragilidad en los brazos de nuestras madres.
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